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La primera vez que...

Ainara Moreno

escribí una noticia

Corría el año 2002 cuando entré de prácticas en un periódico de mi ciudad. Tan sólo llevaba dos días deambulando cuando, el 3 de julio, el jefe de sección me encargó una noticia, para mí "la supernoticia". Se convirtió en todo un reto, que durante toda la tarde estuve maquinando delante del ordenador. No se vayan a pensar que era el notición del año que necesitaba mil horas de investigación, ni siquiera se iba a publicar al día siguiente. Se trataba de la inauguración de un festival de Danza y Música organizado por jóvenes. Seguro que se lo imaginaban.

Bueno, pues me puse como una loca a leerme todo lo que los jefes del cotarro habían hecho casi desde que empezaron a andar, escribí alrededor de veinte preguntas que podría tener como reserva por si me quedaba en blanco o no sé, debí de pensar que quizá con eso descubría el uranio. En fin, los entrevistados llegaron a la redacción, respiré hondo y me dije a mí misma: "Tranquila, ante todo que no se note que eres una cazurra". Les senté frente a mí en una mesa circular y papel y bolígrafo en mano, protegida por una grabadora que no se perdía ni un detalle, comencé a lanzar mis preguntas. La verdad es que los chicos se portaron como si fuera lo más normal del mundo, pero estoy convencida de que pensaron que era la primera vez que un periodista, o al menos alguien que portaba una grabadora, se tomaba tantas molestias con su idea.
Después de casi una media hora, les despedí. De seguido me puse en mi ordenador, pantalla en blanco me dispuse a hacer de esa información casi un Pulitzer, difusa idea que se desvaneció nada más pensar sólo el titular. ¡Qué difícil me resultó! Por no hablar, del resto del artículo, sí una noticia de esas que aparecen en página par, abajo a la derecha, es decir el último lugar por el que el lector pasa la vista, si es que llega a hacerlo. Por no decir, que aparecía en cultura, allá por la página 70, todo un notición, ¿verdad? A duras penas y con la ayuda de mi compañero de mesa, todo un profesional de la escritura de cabo a rabo, que debió acabar agotado con mis dudas, pude terminar mi articulillo.

Ahora, es el día, en el que han pasado dos años desde aquella primera toma de contacto con el mundo laboral y para que no se me olvide nunca las gotas que sudé mi madre, en un afán de madre (no tiene otro nombre) me ha colocado la noticia en la entrada de mi casa, justo al lado de las llaves. Pero, que quieren que les diga, fuera del resto de la página, en un marco, aún parece algo. Para mi sorpresa, en casa de mi tía cuelga de un imán de nevera con forma de cóctel, donde la grasa de la cocina se ha instalado y parece hasta todo un incunable.

monté en camello

Podría haber escrito la primera vez que me subí a una bicicleta o que cogí el volante de un coche, pero no. Lo que más me marcó fue la primera vez que me subí a lomos de un camello. Aunque para ser sincera, ahora creo que era un dromedario porque sólo tenía una joroba, pero bueno.

Tenía once años, esos años en los que tu madre te repeina y te pone pantalones ajustados de flores con una camiseta larga y como cinturón una riñonera fucsia. Estabamos de vacaciones en Lanzarote y mis padres en un arrebato de "Ya veras qué bien se lo pasa la niña" decidieron ir al Timanfaya. Además de la atracción de ver cómo hacen las chuletas con el calor de la tierra, personalmente a esa edad me dejaron alucinada, lo que más llama la atención es ese "estupendo" paseo en camello.

La cuestión es que casi me vi obligada a subirme en una especie de sillas verdes de madera, no muy robustas, a cada lado del animal. El animalito estaba tranquilo, o eso quería pensar yo, se levantó y casi me caigo pa' lante. Los que no hayan visto nunca cómo se levanta un camello, yo se lo explico: Echan todo su cuerpo hacia delante y luego hacia atrás, pero con un movimiento rápido que hace que tu cuerpo se balancee y acabes a una altura considerable y con poca sujección. La fila de camellos comenzó a andar y eso parecía un columpio de arriba a abajo. Al otro lado tenía a mi madre que, cámara en mano, intentaba inmortalizar la feliz cara de su hija entre tanto traqueteo. Por el contrario, su hija menos cara de felicidad tenía de todo. No hacía más que aferrarme a la silla y gritar al guía que mi camello estaba cojo y que parara de una vez. Parecerá una tontería, pero te lo piensas cuando el camellito empieza a andar por unos desfiladeros estrechísimos y tú vas en una silla de cuatro palos balanceándote de un lado a otro.

Mis gritos eran cada vez más fuertes para que me bajaran de allí y con casi lágrimas en los ojos iban a la inversa de las risitas del resto de turistas. Ya saben, estos mayores que se ríen de los buenos momentos que pasan los niños cuando sienten miedo por cosas que a ellos les parecen una tontería. Por suerte, el mal trago pasó y cuando el camello por fin se detuvo e hizo el ademán para que nosotros pisaramos suelo firme, suspiré y me cogí un rebote con mis padres por haberme embaucado en semejante viaje. Prometí que nunca más subiría en un animal de esos y menos mal que por estos lares del norte aún no hemos optado por este medio de transporte tan poco contaminante.