monté en camello
Podría haber escrito la primera vez que me subí a una bicicleta o que cogí el volante de un coche, pero no. Lo que más me marcó fue la primera vez que me subí a lomos de un camello. Aunque para ser sincera, ahora creo que era un dromedario porque sólo tenía una joroba, pero bueno.
Tenía once años, esos años en los que tu madre te repeina y te pone pantalones ajustados de flores con una camiseta larga y como cinturón una riñonera fucsia. Estabamos de vacaciones en Lanzarote y mis padres en un arrebato de "Ya veras qué bien se lo pasa la niña" decidieron ir al Timanfaya. Además de la atracción de ver cómo hacen las chuletas con el calor de la tierra, personalmente a esa edad me dejaron alucinada, lo que más llama la atención es ese "estupendo" paseo en camello.
La cuestión es que casi me vi obligada a subirme en una especie de sillas verdes de madera, no muy robustas, a cada lado del animal. El animalito estaba tranquilo, o eso quería pensar yo, se levantó y casi me caigo pa' lante. Los que no hayan visto nunca cómo se levanta un camello, yo se lo explico: Echan todo su cuerpo hacia delante y luego hacia atrás, pero con un movimiento rápido que hace que tu cuerpo se balancee y acabes a una altura considerable y con poca sujección. La fila de camellos comenzó a andar y eso parecía un columpio de arriba a abajo. Al otro lado tenía a mi madre que, cámara en mano, intentaba inmortalizar la feliz cara de su hija entre tanto traqueteo. Por el contrario, su hija menos cara de felicidad tenía de todo. No hacía más que aferrarme a la silla y gritar al guía que mi camello estaba cojo y que parara de una vez. Parecerá una tontería, pero te lo piensas cuando el camellito empieza a andar por unos desfiladeros estrechísimos y tú vas en una silla de cuatro palos balanceándote de un lado a otro.
Mis gritos eran cada vez más fuertes para que me bajaran de allí y con casi lágrimas en los ojos iban a la inversa de las risitas del resto de turistas. Ya saben, estos mayores que se ríen de los buenos momentos que pasan los niños cuando sienten miedo por cosas que a ellos les parecen una tontería. Por suerte, el mal trago pasó y cuando el camello por fin se detuvo e hizo el ademán para que nosotros pisaramos suelo firme, suspiré y me cogí un rebote con mis padres por haberme embaucado en semejante viaje. Prometí que nunca más subiría en un animal de esos y menos mal que por estos lares del norte aún no hemos optado por este medio de transporte tan poco contaminante.
Tenía once años, esos años en los que tu madre te repeina y te pone pantalones ajustados de flores con una camiseta larga y como cinturón una riñonera fucsia. Estabamos de vacaciones en Lanzarote y mis padres en un arrebato de "Ya veras qué bien se lo pasa la niña" decidieron ir al Timanfaya. Además de la atracción de ver cómo hacen las chuletas con el calor de la tierra, personalmente a esa edad me dejaron alucinada, lo que más llama la atención es ese "estupendo" paseo en camello.
La cuestión es que casi me vi obligada a subirme en una especie de sillas verdes de madera, no muy robustas, a cada lado del animal. El animalito estaba tranquilo, o eso quería pensar yo, se levantó y casi me caigo pa' lante. Los que no hayan visto nunca cómo se levanta un camello, yo se lo explico: Echan todo su cuerpo hacia delante y luego hacia atrás, pero con un movimiento rápido que hace que tu cuerpo se balancee y acabes a una altura considerable y con poca sujección. La fila de camellos comenzó a andar y eso parecía un columpio de arriba a abajo. Al otro lado tenía a mi madre que, cámara en mano, intentaba inmortalizar la feliz cara de su hija entre tanto traqueteo. Por el contrario, su hija menos cara de felicidad tenía de todo. No hacía más que aferrarme a la silla y gritar al guía que mi camello estaba cojo y que parara de una vez. Parecerá una tontería, pero te lo piensas cuando el camellito empieza a andar por unos desfiladeros estrechísimos y tú vas en una silla de cuatro palos balanceándote de un lado a otro.
Mis gritos eran cada vez más fuertes para que me bajaran de allí y con casi lágrimas en los ojos iban a la inversa de las risitas del resto de turistas. Ya saben, estos mayores que se ríen de los buenos momentos que pasan los niños cuando sienten miedo por cosas que a ellos les parecen una tontería. Por suerte, el mal trago pasó y cuando el camello por fin se detuvo e hizo el ademán para que nosotros pisaramos suelo firme, suspiré y me cogí un rebote con mis padres por haberme embaucado en semejante viaje. Prometí que nunca más subiría en un animal de esos y menos mal que por estos lares del norte aún no hemos optado por este medio de transporte tan poco contaminante.
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jlori -